Supongo que es una sensación a la que todos nos hemos enfrentado antes o después: el miedo al fracaso. Ante un examen, un cambio de trabajo o puesto, un nuevo proyecto o, lo que nos ocupa en estos momentos, un reto deportivo.
Es la semana previa a la TP-60 y, una vez más, me veo abocado a enfrentarme por vez primera a algo que va más allá de mis límites tal y como los conozco: 60km de carrera, con 2.700m de desnivel acumulado. Al menos, esta vez conozco el terreno. Hemos transitado casi cada kilómetro al menos una, si no varias, veces (Loma del Noruego, qué culpa tienes tú, pero te odio cordialmente…). Pero aun así tengo, simple y llanamente, miedo. Miedo al sufrimiento, a que sea el reto que supere mis fuerzas. Miedo a la meteorología, a defraudar las expectativas, propias y ajenas.
Pero creo que es bueno llamar a las cosas por su nombre. Poner nombre a los fantasmas que nos acechan según bajamos la guardia al irnos a dormir. Es el primer paso para ganarles la partida.
Los síntomas, seguro que los reconocéis: llevo hablando compulsivamente de la carrera con todo aquel que se me acerca desde hace ya semanas, lo que quizá explica por qué cada vez se me acerca menos gente. Mirando la aplicación del tiempo en el móvil cada poco, preguntándome si haber entrenado menos los días previos no me hará perder punto de forma. Buscando desesperadamente no a Susan, sino a Nono, o a Ángel: alguno de mis fisios de confianza, que me digan que todo está bien, que mis piernas y mi cuerpo están a punto para la gran cita. Me peso cada día (varias veces), y reviso una y otra vez la estrategia de carrera de aquí al domingo. ¿Me duele aquí? ¿O allí?
Mi ventaja: con el tiempo, y los retos superados, sé que estoy siendo presa de la paranoia de no haber hecho lo suficiente, de no ser lo suficientemente fuerte, de ser demasiado mayor. ¿Podría haber entrenado más? ¿Podría haber descansado más? ¿Me estaré exigiendo demasiado? El tiempo, la edad y las múltiples carreras, me han enseñado algo: el miedo es bueno, en su justa medida. Hay que saber controlarlo, para que no sea el miedo quien te controla a ti. Sube el nivel de adrenalina que vas a necesitar ese día. Prepara tu cuerpo, y tu mente para ese esfuerzo que vas a tener que hacer y que, sin ser sobrehumano, sí que te llevará a tus límites conocidos, y más allá.
Todo está hecho. He hecho lo que pude, y lo mejor que pude. Entrené duro, me esforcé, madrugué y me privé de esa cerveza, o de ese postre, que tanto me apetecía. Pero ¿es eso suficiente? ¿depende todo de mí, de lo que hice y puse de mi parte?
Creo que no, así que dejadme que os cuente una historia…
El sometimiento de los pueblos de la Península Ibérica por Roma comenzó en el 210 a.C., durante las 1ª y 2ª guerras púnicas. En el 153 a.C. tuvo lugar el primer enfrentamiento entre Roma, que dominaba la mitad Este y Sur de la península, y Numancia. El cónsul Quinto Fulvio Nobilior, con un ejército de 30.000 soldados, atacó Segeda (actual comarca de Calatayud) y sus habitantes, perseguidos, se refugiaron en la capital de los arévacos: Numancia (Soria). Los arévacos, inferiores en número y peor equipados, se enfrentaron a las tropas romanas, derrotándolas.
Tras la derrota, Fulvio Nobilior decidió asediar la ciudad con refuerzos de Numidia, entre los que destacaban 10 elefantes, algo que los numantinos nunca habían visto. Pero una enorme piedra hirió a uno de los elefantes, que enloqueció y cargó contra los romanos. En el desorden generado los numantinos aprovecharon para atacar a los sitiadores, desbaratando el asedio. Al año siguiente, 152 a.C., Roma nombró cónsul a Claudio Marcelo, que de nuevo fue forzado por los numantinos, tras varias derrotas, a llegar a un acuerdo de paz.
Hasta el 143 a.C., se alternaron periodos de paz y de conflicto, saliendo los numantinos siempre victoriosos frente a contingentes romanos mucho más numerosos. Ese año, Roma decidió enviar un gigantesco ejército al mando del cónsul Cecilio Metelo quien, tras dos años en Hispania, fracasó de nuevo en la toma Numancia.
A Quinto Cecilio Metelo le sucedió Quinto Pompeyo, que llegó a Celtiberia el 139 a. C., con cerca de 30.000 infantes y 2.000 jinetes. A pesar de que consiguió pequeñas victorias iniciales, llegando a rodear Numancia, la llegada del invierno y las derrotas contra los numantinos hicieron que negociara en secreto un tratado de paz y el repliegue de las tropas. Roma ignoró el tratado, y envío a Cayo Hostilio Mancino con 40.000 hombres, para continuar la guerra. Mancino asaltó la ciudad, pero fue repelido por los 4.000 guerreros defensores. Nuevamente, las tropas romanas fueron rodeadas y su líder obligado a aceptar el tratado de paz, que el Senado tampoco ratificó, repudiando a Mancino por la infame derrota. Como castigo Mancino fue devuelto a Hispania para ser ofrecido a los numantinos como prisionero, humillado por los romanos ante las murallas de Numancia: desnudo y con las manos atadas a la espalda. Los numantinos rechazaron la oferta.
La suerte corrida por Mancino hizo que tres nuevos cónsules romanos, Marco Emilio Lépido Porcina (137 a. C.), Lucio Furio Filo (136 a. C.) y Quinto Calpurnio Pisón (135 a. C.), no se atrevieran a atacar Numancia.
La osadía de ese pequeño reducto en los límites de la República, que ponía en entredicho el prestigio militar romano no podía, ni debía, ser tolerada. Ante este cúmulo de humillaciones, Roma envió en el año 134 a.C. a su mejor general: Publio Cornelio Escipión Emiliano, conquistador de la ciudad de Cartago, con un ejército de 60.000 soldados. Escipión, ante lo peligroso de la misión, pidió a sus mejores y más íntimos amigos que lo acompañaran, formando una cohorte que fuese su escolta personal. Puesto que acampaban junto a la tienda de campaña del general, el praetorium, recibieron el nombre de guardia pretoriana. Y el resto, ya es historia…
No pretendo compara nuestro deporte con la guerra, pero sí que hemos estado juntos en innumerables “batallas” y retos. Y os considero mis amigos, y me gustaría teneros siempre cerca allí donde decida ir, porque sé que gracias a vosotros seré capaz de hacer cosas que sólo nunca podría. Un proverbio africano dice: «Si quieres ir rápido, ve solo. Si quieres llegar lejos, ve acompañado» Por eso sé que, si estáis conmigo, todo irá bien.
Porque lo importante es el camino, y haber trabajado con vosotros para conseguirlo. Porque ese camino me ha traído amaneceres espectaculares, rutas increíbles, risas, bromas, abrazos, cervezas, y también algún moratón. Antes de la salida, yo ya había ganado. La meta en Navacerrada fue un premio adicional.
Pero el pasado es sólo eso: pasado. Aunque es bueno reflexionar sobre la historia, y celebrar lo lejos que hemos llegado, sólo debería ser una breve pausa para centrarnos en el siguiente reto. Así que: ¿dónde hay que apuntarse?
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